Defender y reforzar los servicios públicos
En la Europa del siglo XXI, asistimos a un debate que no debería existir: ¿deben la sanidad, la educación y los servicios esenciales subordinarse a la lógica del mercado? La respuesta, para quienes creemos en la justicia social y la equidad, es un rotundo no. Sin embargo, la deriva privatizadora avanza, debilitando estructuras fundamentales y convirtiendo derechos en mercancías. Es hora de frenar esta tendencia y reivindicar el papel irrenunciable del Estado en la garantía de estos servicios.
Desde hace años, la sanidad pública se deteriora. Hospitales saturados, listas de espera interminables y profesionales al límite son el resultado de políticas que desvían fondos públicos al sector privado. La medicina no puede ser un negocio. La salud no debe estar sujeta a la ley de la oferta y la demanda. Donde algunos ven una oportunidad de lucro, hay una obligación moral: garantizar un acceso universal y de calidad a la atención sanitaria. Como advirtió Paul Krugman, premio Nobel de Economía, al analizar la crisis del sistema sanitario en EE.UU.: "La idea de que la sanidad debe regirse por la competencia y el mercado es un experimento fracasado".
El ejemplo más alarmante de los estragos de la sanidad privatizada lo encontramos en Estados Unidos, donde cerca de 36 millones de personas carecen de seguro médico y muchas otras deben endeudarse para costear tratamientos básicos. Un simple traslado en ambulancia puede costar miles de dólares, y una hospitalización por una enfermedad grave puede llevar a la bancarrota a familias de clase media. Este sistema es la prueba palpable de que mercantilizar la salud solo genera desigualdad, angustia y sufrimiento innecesario. Y, sin embargo, ese modelo se infiltra en Europa con un discurso que reviste de modernidad lo que en realidad es una demolición de derechos.
En España, algunas administraciones, especialmente las gobernadas por la derecha, priorizan acuerdos con la sanidad privada en lugar de reforzar y mejorar la pública. Estas políticas no solo desvían recursos públicos a empresas privadas, sino que profundizan la fragmentación del sistema, generando un acceso desigual a la atención médica según la capacidad económica de los pacientes. Como señaló el historiador Tony Judt: "En el momento en que permitimos que la protección social dependa de la riqueza individual, hemos aceptado que la desigualdad deje de ser un problema". Frente a esta deriva, países como Noruega han demostrado que un modelo de sanidad pública bien financiado no solo es viable, sino que ofrece mejores resultados en salud y equidad que cualquier sistema privado.
Este debate no es nuevo. El Estado de bienestar europeo nació para evitar los errores del pasado y garantizar estabilidad social. Tras la Segunda Guerra Mundial, figuras como William Beveridge en el Reino Unido o los arquitectos del modelo socialdemócrata escandinavo sentaron las bases de un pacto que hoy sigue vigente: los servicios públicos no son un lujo, sino el pilar de la cohesión social. La crisis financiera de 2008 marcó un punto de inflexión: los recortes impulsados por la austeridad debilitaron la sanidad y la educación en muchos países, abriendo la puerta a privatizaciones que ahora se presentan como soluciones inevitables.
La educación es otro campo de batalla. Mientras los centros públicos se asfixian con presupuestos insuficientes, la educación privada se promociona como la alternativa. No lo es. Un sistema basado en la capacidad de pago perpetúa la desigualdad y erosiona la cohesión social. El conocimiento no debe ser un privilegio, sino la base de una ciudadanía informada y crítica. La escuela pública necesita más inversión, mejores condiciones para el profesorado y una actualización constante de los contenidos pedagógicos. La filósofa Martha Nussbaum ha advertido sobre el riesgo de convertir la educación en un mero instrumento del mercado en lugar de un espacio de formación ciudadana: "Sin una educación pública fuerte, la democracia misma se debilita". Finlandia es un ejemplo de cómo una educación bien financiada y sin segregación económica garantiza excelencia y equidad al mismo tiempo.
Lo mismo ocurre con los servicios esenciales. La atención a la dependencia o el acceso a suministros básicos no pueden quedar en manos del mercado, donde la rentabilidad prima sobre el bienestar colectivo. La privatización solo ha traído encarecimiento, precarización y exclusión. La gestión pública, bien estructurada y modernizada, es la única garantía de equidad y eficiencia. No se trata de idealizar lo público, sino de asumir que su desmantelamiento nos condena a una sociedad más desigual y menos cohesionada.
En este contexto, los gobiernos municipales tienen una responsabilidad clave. No solo como gestores de servicios esenciales, sino también como agentes de concienciación ciudadana. Las ciudades pueden liderar políticas educativas que refuercen el valor de lo público, desde programas escolares hasta campañas de sensibilización. La pedagogía sobre los servicios comunes debe integrarse en la vida urbana, fomentando una cultura de responsabilidad colectiva que refuerce la legitimidad del Estado de bienestar. En París, por ejemplo, el Ayuntamiento ha desarrollado iniciativas para que los estudiantes comprendan la importancia de los servicios públicos desde una edad temprana, integrando visitas a hospitales, sistemas de transporte y organismos municipales en los planes de estudio. Asimismo, la modernización de la administración pública municipal es una tarea urgente: la digitalización y profesionalización de los servicios públicos no solo mejoran su eficiencia, sino que refuerzan su legitimidad y accesibilidad.
Defender lo público no es nostalgia ni dogma, sino una apuesta por una sociedad donde los derechos no sean privilegios y la dignidad no tenga precio. En un mundo trumpista, donde cada vez más voces claman por desmantelar lo común, la defensa de los servicios públicos no es solo una cuestión de equidad, sino de supervivencia democrática. Porque una sociedad fuerte necesita servicios públicos sólidos. Y porque la justicia social no es negociable.